Hace tantos siglos que la humanidad festeja la navidad que se ha olvidado de su primitivo origen. Hoy se conmemora el advenimiento de Jesús, pero no siempre fue así.
Con el inicio de la expansión de la Iglesia católica por todo el continente europeo hacia finales del siglo IV, los papas no siempre pudieron imponer su fe por la fuerza y a menudo tuvieron que obrar con astucia fingiendo tolerar determinados ritos paganos aunque en realidad los minaban y transformaban progresivamente al entremezclarlos con elementos cristianos añadidos. Una muestra de ello nos la dejó el papa Gregorio I El Grande (590-604) que, aunque siempre ordenó que los paganos fuesen sometidos a castigos y prisión si no se convertían, tuvo que ser más cauteloso durante su conquista evangélica de las almas de los anglosajones, aconsejándole al abad Mellitus, jefe de los propagadores del cristianismo en Gran Bretaña, lo que sigue:
«No hay que destruir los templos paganos de ese pueblo, sino únicamente los ídolos que hay en los mismos; después de asperjar esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar reliquias; porque si tales templos están bien construidos, perfectamente pueden transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero, de manera que si el mismo pueblo no ve destruido sus templos, deponga de su corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y acuda a los lugares habituales según su vieja costumbre...»
Durante la Navidad se produce un fenómeno muy particular en nuestro sistema solar. Desde el 21 de diciembre, en el hemisferio norte, el sol alcanza su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día comienza a alargarse, progresivamente, en detrimento de sus noches. A este fenómeno se lo llama solsticio de invierno «sol inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia muy poco su declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo del ecuador celeste.
Precisamente, el solsticio de invierno produce un acontecimiento cósmico que vivifica la Naturaleza con su luz y su calor, razón por la cual, para todas las culturas antiguas, representaba el auténtico nacimiento del sol y con él, toda la naturaleza comenzaba a despertar lentamente de su letargo, y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia, gracias a la fertilidad de la tierra, garantizada por la presencia del astro solar, el dios más arcaico que la humanidad ha venerado.
En los pueblos germánicos y galos, estas ceremonias solsticiales de adoración al sol y a las fuerzas ocultas de la naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad Media. En sus formas originales y puras estuvieron vigentes hasta la primera mitad del siglo X, tomando expresiones externas más o menos matizadas o mediatizadas por el cristianismo, han podido sobrevivir hasta nuestros días, contagiando de paganismo la celebración de la navidad actual, hasta el punto de que los mitos solares ancestrales siguen siendo los verdaderos protagonistas de los festejos navideños que se celebran en el mundo de hoy.
Desde hace miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas, la época de navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento cósmico por excelencia. El hecho más fundamental de cuantos podían garantizar la supervivencia del hombre pagano, el renacimiento anual de la principal divinidad salvadora, el sol.
No es ninguna casualidad que el natalicio de los principales dioses solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas (Osiris, Horus, Apolo, Adonis, Attis, Mitra, Dionisos, Baco) fuese situado durante el solsticio de invierno. Y es menos casual aún que el natalicio de Jesús, el salvador cristiano, se haya decretado un 25 de diciembre, fecha en la que desde los inicios de la humanidad y hasta finales del siglo IV de nuestra era, se conmemoró el nacimiento del Sol Invictus.
La religión cristiana prosperó absorbiendo detalles de los cultos paganos, como la imagen del niño-dios en el culto de Dionisio, lo representaban en pañales, puesto en un pesebre; el nacimiento en un establo, como Horus en el templo-establo de la diosa virgen Isis, reina de los cielos; nuevamente como Dionisio, cuando convierte el agua en vino; como Esculapio, resucita a los muertos y devuelve la vista a los ciegos; como Attis y Adonis, es llorado y celebrado por mujeres; su resurrección, como la de Mitra, se produce a partir de una sepultura excavada en la piedra.
En lo fundamental, por tanto, el cristianismo no es más que un paganismo reformado.