Durante los últimos años, la masonería se ha convertido tanto en un tema favorito de conversación como en el centro de acalorados debates. De hecho, el acoso a la masonería parece tener grandes probabilidades de tornarse en un deporte descarnado con todas las de la ley. Con exuberancia apenas disimulada y un virtual grito de guerra, la prensa se lanza ávidamente sobre cada nuevo “escándalo entre masones”, cada nueva imputación de “corrupción en la masonería”. Los sínodos de la iglesia reflexionan acerca de la compatibilidad de la masonería con el cristianismo. Los partidos políticos, con el propósito de incitar a sus opositores, presentan mociones que obligarían a los masones a revelar su identidad. En las reuniones sociales, el tema de la masonería surge con una frecuencia sólo superada, probablemente, por los servicios de inteligencia británicos y la CIA. La televisión también ha realizado su aporte a la campaña, organizando al menos un programa para llevar sus cámaras a la mismísima guarida de la bestia, la Gran Logia. Pero no encontraron ningún dragón, y los comentaristas parecían sentirse más bien ofendidos y malhumorados en vez de aliviados, como si de alguna forma los hubiesen engañado. Mientras tanto, por supuesto, la Masonería sigue ejerciendo su fascinación sobre el común de la gente. Simplemente pronunciar la palabra “masonería” en un bar, restaurante, recepción de un hotel u otro lugar público hace que las cabezas giren, que los rostros se vuelvan con actitud atenta, y que los oídos se agudicen para escuchar hasta el menor murmullo. Cada nueva exposición es presa del entusiasmo, incluso del regocijo popular, de una clave de voracidad normalmente reservada sólo a los chismorreos o a las obscenidades.
Luego de publicar mi condición masónica, me he visto forzado a afrontar la clase de preguntas que anidan en la mente del público actual, y que tan a menudo plantean los medios de difusión. ¿La masonería está corrupta? ¿Es, incluso en un sentido muchos más siniestro, una amplia conspiración internacional dedicada a algún oscuro fin inconfesable (como si el secreto fuese barómetro de la infamia)? ¿Es un conducto para “sobornos”, favores, tráfico de influencias y poder en el corazón de instituciones? Estas preguntas generan una inquietud general en toda la sociedad y en no pocos iniciados que no resulta difícil de entender. Por lo tanto, como hablamos de nuestra influencia en la sociedad, no será inoportuno si ofrezco las respuestas que surgieron en el curso de este planteamiento al escribir esta nota.
La controversia actual
Dada la naturaleza humana, y sin propósitos de justificaciones, resultaría un hecho en verdad sorprendente si no existiera siquiera un cierto grado de corrupción en las instituciones públicas y privadas, y si parte de esta corrupción no implicara a la masonería. Si embargo, podríamos argumentar que esa clase de corrupción dice menos acerca de la masonería en sí que acerca de las maneras en que la masonería, al igual que otras estructuras similares, puede ser objeto de abusos. La codicia, la exageración de los logros propios, el favoritismo y otros males por el estilo han sido endémicos en la sociedad humana desde el comienzo mismo de la civilización. Son fuerzas que se han valido y han operado a través de todo canal disponible, parentescos de sangre, un pasado común, lazos establecidos en los años de estudio o en las fuerzas armadas, intereses compartidos, simple amistad, y también, por supuesto, la filiación política. A la masonería se la acusa, por ejemplo, de conceder dispensas especiales por su cuenta. La masonería es sólo uno de los muchos canales por los que puede fluir y prosperar el favoritismo; pero si la masonería no existiese, la corrupción y el favoritismo prosperarían de todos modos. Tanto la una como el otro aparecen en escuelas, regimientos, empresas, organismos gubernamentales, partidos políticos, sectas e iglesias y en un sinnúmero de organizaciones. Ninguno de estos ámbitos es censurable per se. Nadie pensaría en condenar a todo un partido político ni a todo un credo porque algunos de sus miembros son corruptos o manifiestan una marcada disposición a favor de otros miembros y en detrimento de quienes no pertenecen a esa organización. Nadie condenaría a la familia como institución por su tendencia a favorecer el nepotismo.
En toda consideración moral del tema, es necesario mostrar una comprensión de psicología elemental y un mínimo de sentido común. Las instituciones son tan virtuosas, o tan culpables, como las personas que las componen. Si a una institución se la puede considerar corrupta en su sentido intrínseco, sólo es posible hacerlo en esos términos si se beneficia de algún modo con la corrupción de sus miembros. Esta clase de corrupción podría aplicarse, por ejemplo a una dictadura militar o en países totalitarios donde impera un único partido político en el poder, pero resulta muy difícil aplicarla a la masonería. Nadie ha sugerido jamás que la masonería se beneficiara alguna vez de las transgresiones de sus hermanos. Por el contrario, las transgresiones de un masón en particular son egoístas y sirven a propósitos personales. La masonería como institución se ve afectada por estas transgresiones de un masón particular. En el tema de la corrupción, por lo tanto, la masonería como tal no es la culpable, sino al contrario, otra víctima de hombres sin escrúpulos que se disfrazan de masones para limpiar sus transgresiones a los ojos de la sociedad.
A la vez, debe reconocerse que la masonería en sí no ha hecho demasiado por mejorar su propia imagen frente al público. De hecho, la obsesión de muchos hermanos por lo secreto y su terca posición defensiva han contribuido a reforzar la convicción de que algo tiene que ocultar.
El secreto masónico no puede servir para relajar el compromiso del masón con el buen nombre de la orden, ni servir de amparo a lealtades con fines ilícitos, como tampoco a esquivar las responsabilidades asumidas por aquellos que rigen el gobierno de las organizaciones masónicas.
No podemos pasar por alto posibles comportamientos inapropiados, aunque estos se den de manera muy aislada o afecten a los suyos. Debemos tener un infinito respeto por los posibles defectos o errores de nuestros hermanos, debemos tener esperanza en su capacidad de enmienda, pero en ningún caso los valores centrales de tolerancia y fraternidad deben ser obstáculos para impedir que la Orden sea utilizada para reclutar lealtades con fines ilícitos o reprobables.
Por el mismo motivo, nuestras autoridades legalmente constituidas, también deberían ser un modelo de moral masónica en todos los sentidos, no pudiéndose entender, por poner un ejemplo, que el máximo representante de una Obediencia, fuera sospechoso de realizar negocios de dudosa moralidad, sin ser denunciado desde la propia masonería, pues ello pondría en jaque a la Orden misma, vertiendo serias dudas sobre el propósito de la masonería no ya como institución, sino como titular de un verdadero método iniciático de perfección.
Al inicio de un nuevo milenio, uno de los retos de la masonería es saber presentarse y convivir en sociedad. Una sociedad cada vez más global, informada y consciente de todos los ámbitos de la vida, a la que se deben enviar mensajes inequívocos de aceptación y apertura a las normas comunes de convivencia democrática. En verdad, es mucho más lo que tiene para sentirse orgullosa que para esconder.
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