La fraternidad es una deuda pendiente

La Toma de la Bastilla consagró, hace 217 años, los valores de libertad, igualdad y fraternidad. Pero si los “privilegios” y “herencias” de orden familiar y nacional no son reemplazados por una “herencia social universal”, esa fraternidad no será auténtica.

Un balance de lo sucedido desde 1789 no puede sino destacar cómo la libertad y la igualdad han ocupado un lugar de privilegio en el imaginario político de la modernidad y cómo dio origen a las dos tradiciones que han sido su motor político: el liberalismo progresista y la izquierda democrática; mientras que la fraternidad, tercer valor del tríptico fundacional, fue reducida primero a la idea de “solidaridad” y destacada luego como residuo anacrónico de la caridad cristiana. Sin embargo, la apelación de los revolucionarios franceses a la fraternidad no era eclesiástica ni superficial. Más bien invocaba un orden de hermanos, una fraternidad universal que no se contentaba con proclamar los derechos particulares de los ciudadanos franceses sino que instituía los derechos universales del hombre y el ciudadano, y estaba destinada a acabar con la verticalidad del orden patriarcal monárquico, reemplazándolo por otro de tipo horizontal e igualitario.

Cuando la monarquía fue decapitada y el poder político se repartió entre hermanos, la modernidad política nació. En ella, las relaciones fundamentales dejaron paulatinamente de estar sostenidas por la filiación y pasaron a basarse en la hermandad. El poder político, hasta entonces concebido como don hereditario que descendía, fue fraternizado. La Toma de la Bastilla inauguró así un tiempo en que la fraternidad fue extendida como trama posible de las relaciones entre seres humanos. Si bien excluyó inicialmente a los de sexo femenino, piel no blanca, religiones inconvenientes y hasta a los no propietarios, el impulso que sus proclamas despertaron fue incorporado a todas y cada una de las categorías excluidas al ejercicio de los derechos y deberes políticos, en un proceso que no ha terminado pero tampoco se ha detenido. Sin embargo, la subsistencia del derecho a la herencia política y del derecho a la herencia económica, viejas excrecencias del orden patriarcal, hereditario y antifraternal, se constituyen hoy como el mayor obstáculo a un orden mundial plenamente democrático.

Derecho de herencia político
A pesar de que importantes campañas antidiscriminatorias continúan hoy centradas en la raza y el género, la más regresiva de las discriminaciones, la nacional, sigue siendo la base del orden político y jurídico de un mundo globalizado por la tecnoeconomía. Dos seres humanos nacerán mañana: el que lo haga en Europa tendrá excelentes posibilidades de acceder a buena alimentación y excelente educación, y de gozar, ya adulto, de derechos sociales, económicos y políticos de primer orden. El otro, nacido en Sudamérica, digamos, tendrá escasas posibilidades de todo esto. Y si intenta emigrar al mundo desarrollado en busca de lo que el azar del nacimiento le ha negado, deberá enfrentarse a las barreras que un apartheid global levantó en nombre de las soberanías nacionales.

¿Adónde fue a parar la idea de igualdad de nacimiento que todas las declaraciones y constituciones proclaman en sus primeros artículos? ¿Adónde, el principio de igualdad de oportunidades? ¿Podemos hablar de Derechos Humanos cuando todos ellos son otorgados de acuerdo al feudal derecho de la tierra y de la sangre? ¿No son estas discriminaciones tan hereditarias y antiigualitarias como los blasones que consagraban los privilegios de la nobleza y la monarquía.

Los ideales democráticos no podrán ser consumados plenamente hasta que los Derechos Humanos sean considerados inherentes a la condición de “ser humano”, en vez de ser otorgados por el azar nacional del nacimiento, y hasta que la libre circulación y residencia de las personas sea reconocida como complementaria a la libre circulación de mercancías, capitales e información abierta por la globalización. Pero más que de destituir al monarca representado a nivel global por los Estados Unidos, se trata hoy de demoler las bases políticas y jurídicas de la monarquía, reemplazando el orden de los soberanos nacionales por otro basado en la igualdad republicana y en instituciones democráticas y liberales extendidas en todos los niveles de decisión política.

La “común posesión del planeta” proclamada por Kant en 1795, y que la caída del Muro de Berlín inauguró como reivindicación ciudadana universal, debe manifestarse también en la creación de un sistema democrático global en el que cada ciudadano del mundo posea voz y voto en las crecientes cuestiones globales que afecten su vida. Sólo entonces el proceso abierto por la Toma de la Bastilla se acercará a su consumación.

Christian Gadea Saguier
© Blog Los Arquitectos

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