Primero fue el libro. Y la polémica: que si Jesús y Magdalena, que si el Opus Dei es o no es lo que dice la novela, que si boicotear o no boicotear el libro, que blasfemo o no blasfemo; más las derivaciones de la polémica: que si Judas era bueno o malo, si traicionó o no traicionó, que si los evangelios apócrifos dicen o no dicen lo que dicen o no dicen; que si Jesús caminó sobre el agua o si era hielo flotante; meses y meses hablando sobre “El Código Da Vinci”, hasta que el tema pareció agotarse.
Entonces vino el juicio por plagio. Y la polémica: que si Dan Brown copió o no copió su historia de la novela “Santa sangre y santo cáliz”, de Michael Baigent y Richard Leigh; que las ideas que aparentemente robó Dan Brown son tan generales que nadie puede ser dueño de ellas, que si fue robo, cita u homenaje, hasta que el juicio por plagio terminó, y el tema quedó cerrado.
Entonces vino la filmación. Y la polémica: que boicotear o no boicotear su realización, que prohibir o no prohibir su proyección cuando esté lista, que si excomulgar o no excomulgar a Tom Hanks; hasta que la película estuvo terminada.
Entonces vino el “próximamente estreno”. Y la polémica: que censuraron un cartel publicitario del film puesto sobre una iglesia de Roma, que en India un grupo católico llama a huelga de hambre en contra del film, que si boicotear o no boicotear el estreno, que en Tailandia la van a pasar, pero sin los quince minutos finales, que en varios países un cartel debe aclarar que se trata de una ficción y que la obra no responde a datos históricos, y de nuevo: si Jesús y Magdalena; si el Opus Dei; si Judas; si los evangelios apócrifos; si el hielo flotante; si copió, citó u homenajeó.
Y se estrenó. Y sigue la polémica, que si es buena o mala, si está bien o mal elegida Audrey Tatoo para el personaje central, si es demasiado larga o demasiado simplificada.
Y nada hace sospechar que pronto se dejará de oír hablar de “El Código da Vinci”: vendrá la polémica por algún espectador del algún lugar del mundo que arrojará un huevazo a la pantalla, la polémica por los premios Oscar, o por un supuesto romance entre los protagonistas, días antes de que la película se esté por bajar de cartel para ingresar al olvido.
Y cuando el tema esté agotado, definitivamente agotados todos, saturados, entonces hará su aparición “El Código Da Vinci II”. Libro, escándalo, debate, juicio, película, sin respiro.
Pese a la dispar impresión de los 2000 periodistas que vieron la película en la Costa Azul, el film de Howard tiene todos los ingredientes para atrapar la atención de quienes se hayan asomado a uno de los millones de ejemplares vendidos por Brown en el mundo. En EE.UU., las entradas se han vendido a manos llenas a pesar de la crítica negativa. En Grecia, ya se vendieron 100.000 entradas anticipadas, contra las protestas de los cristianos ortodoxos. En Tailandia, la censura de los 15 minutos finales del film no desalienta a los espectadores. En Buenos Aires, los complejos de cines agotaron sus localidades hasta el domingo y, al amparo del film de Howard, las ventas del libro de Brown recuperaron fuerza esta semana.
Así, entre debates acalorados, bandos enfrentados, sesudos análisis sociológicos, críticos indignados, encuestas de opinión para medir el efecto de la película, y -claro- multimillonarios negocios, el marketing es la única materia que hoy está fuera de discusiones.
Y pensar que se olvidaron de que es sólo una novela; que la religión no de discute, sino solamente se cree o no; que los hechos reales no están todos determinados en la Biblia; que la verdad sobre Jesús va mucho más allá de lo que la humanidad la interpreta y que el hombre, al final, es un fin en sí mismo y no un medio para los demás, sean estas religiones que buscan fieles o empresas que buscan dinero.
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